Me estiré en la cama mientras los primeros rayos de sol tocaban mi piel a través de la persiana. Pequeños puntos de mi cuerpo se relajaban con el tibio calor de la mañana. Tú te sentaste frente al piano, con las manos en los muslos, observándolo silencioso. Sabía que ese momento era entre él y tú, así que me mantuve silenciosa, una mera espectadora. Entonces levantaste la tapa con cuidado, como si se fuese a romper en mil pedazos. Acariciaste con tus yemas las teclas. En tus labios vi una pequeña sonrisa, que me hizo sentir que notabas mi presencia. Te la devolví, aunque no me miraras. No me importó.
Sol. Mi. Fa. Una tras otra tocaste las notas de esa vieja canción, almacenada en tu subconsciente. Tus preciosas manos presionaban con pasión las teclas, y mi corazón daba saltos de gozo en mi pecho. Querría que te vieras como te veo yo. Tan hermoso, tan vivo. Respiraba tu aire, y en él la vida. Esplendor. Hermosura. Qué bonito es admirarte. Qué bonito eres. Qué bonito.