Abre los ojos y se encuentra a ella misma en una playa. El
cielo está gris. Le gustan las playas lluviosas, pero esa no. Esa le produce
una sensación extraña. Como de espesor a su alrededor. Extraño. Hace frío, y la
arena se pega a su piel. Sal en su lengua. Mira a un lado y a otro, aturdida. En
el suelo hay una caja, de un color negro brillante, con un corazón rojo
dibujado en la tapa. Con dificultad se arrodilla y la coje entre sus manos. Sal
entre sus dedos. Su estómago se comprime, como si se escondiese de lo que sea
que hay ahí. Cada movimiento que la joven hace le provoca una especie de
pinchazos en los músculos, como si algo intentara evitar que abra la caja. Pero
ella es terca, y lo hace. Sus ojos mueren por un momento. El vértigo se apodera
de sus entrañas. Las olas grises se embravecen. Viles, esperan con ansia las lágrimas
de su debilidad. Pero no la conocen tan
bien como creen. Ella cierra la caja. Se levanta, temblando, con ojos apagados.
Silenciosa. Sal en sus labios, que aparta con el dorso de su mano. Las olas se
retiran al percibir su furia. La joven emprende su camino, alejándose de la
caja. Su vestido blanco se ha teñido de un rojo que hace que su figura, que
avanza lentamente, se vea majestuosa.
En la caja vió su
corazón. Su corazón herido, desgastado. Su corazón con quemazones de cigarrillo
y moratones. Y vió al asesino de sus esperanzas. Al asesino de su inocencia. Al
mentiroso, al canalla, al cobarde. Y quiso adentrarse en esa visión, y hacerle
daño, devolverle cada golpe a su ilusión. Pero la joven no lo hizo. Porque el
mal ya estaba hecho. Porque la vida se lo hará pagar. Y espera que le de
fuerte, la vida.
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